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Reinará por siempre jamás
Dublín siempre fue una ciudad envuelta en un halo de misterio. Su magia y misticismo también lo hechizaron a él, que solo precisó de veinticuatro días en la capital irlandesa para componer el canto a la vida que lo consagraría para los confines de la historia. George Friederich Haendel lo había conseguido todo cuando llegó a Irlanda. Londres aplaudía sus óperas con fervor, Italia reverenciaba el buen uso que hacía de la lengua de Dante, e incluso el enfermizo monarca español escuchaba su música en sus noches de insomnio y depresión. Pero el éxito es un arma de doble filo, y la vejez una premisa para el olvido. Haendel llegó a Irlanda cuando Londres decidió darle la espalda. El público ya le había aplaudido todo ¿y ahora qué? Ahora tocaba transformar lo individual en universal, lo concreto en absoluto. Coger todas aquellas formas que funcionaban por separado y mezclarlas en un espectáculo cuyo éxito estaba asegurado. El Mesías surgió como oda a toda una vida dedicada al arte. Fue entonces cuando Haendel comprendió que solo mediante una reflexión profunda y sincera del pasado llegaríamos a modernizar el futuro. Tomó las arias y recitativos de ópera que tanto entusiasmaban al público del Támesis y los mezcló con números corales tan propios de la cultura anglicana. Miró en sus cuadernos de notas buscando canciones perdidas que nunca antes hubieran visto la luz, y a modo de pastiche ensambló diferentes piezas musicales que, en su conjunto, auguraban no solo el renacer del Salvador, sino, además, su vuelta a la cúspide del arte musical. Irlanda se rindió a sus pies. Por eso Haendel regaló los derechos de la obra a la beneficencia de la capital irlandesa, donándoles en vida un seguro musical que desde entonces ha ayudado a hospitales y hospicios dublineses. El Mesías viajó por Europa cosechando éxitos. Incluso el monarca Jorge II en su estreno en Londres, cautivado por el Aleluya más famoso de todos los tiempos, se levantó eufórico pensando que se trataba de un himno militar. Y según las normas que el protocolo establecía, cuando el rey se alzaba en pie el resto de la corte debía de hacer lo propio. Desde ese momento la anécdota está servida.
«Rey de reyes, Señor de señores. Y por eso mismo reinará por siempre jamás».