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«Cuando llegó a mí era prácticamente inimaginable pensar que podía componer algo más que canciones. No tenía capacidad para crear un movimiento de una sinfonía o tan siquiera un simple motivo instrumental». Así se refería años después Schoenberg a su joven alumno Alban Berg. Se conocieron casi de casualidad. La hermana de Berg, pianista profesional, vio en el periódico un anuncio de clases de composición para amateurs aventajados. Alban componía canciones imitando el estilo de los grandes referentes germanos, pero nunca se imaginó recibiendo lecciones del que iba a ser padre del atonalismo. Schoenberg escuchó algunas de sus canciones y, aun viendo las carencias técnicas del joven aprendiz, lo introdujo en su círculo de alumnos para ver hasta dónde podía llegar. En ese momento la mente creativa del joven Berg era un cajón de sastre. Berg era una esponja musical con tintes de literato que buscaba en las canciones esa conexión entre palabra y sonido que tanto había obsesionado a los grandes poetas alemanes. Sus canciones tempranas son un baño de influencias, de misterios ocultos en perlas de cristal que gota a gota ofrecen ápices de vida envueltos en melodías casi etéreas. El velo del romanticismo alemán aflora en su poesía, mientras que la técnica se fragua poco a poco bajo la atenta mirada de su maestro, quien, de forma cautelosa, transformó a Berg en un indispensable para la historia. Berg y Mahler compartieron su amor por las canciones. Ambos crecieron bañados de esa música espontánea que puede surgir en un salón, sola o acompañada, y que cualquier amante del hecho musical puede tararear allí donde esté. La magia de lo espontáneo cautivó a Mahler en sus primeras cuatro sinfonías, que esconden en su alborada guiños a canciones de su cosecha que del lenguaje del piano renacieron en la orquesta. Su Cuarta Sinfonía se escapa hacia un reino encantado. Nos invade y nos dirige por un paraje glorioso en donde el poder del cielo sobre la tierra responde a los ojos de un niño inocente, que contempla la creación como si de ella emergiera el propio jardín del Edén. Un mundo idílico en el que lo terrible, lo crudo y real, tampoco pueden faltar. Y es que la naturaleza humana, pese a sus continuas contradicciones, se inspira en esa lucha, en ese equilibrio entre lo bello y lo amargo, lo puro y lo manchado, la verdad, y aquello que nunca llegará a serlo.